24/01/2025
EL SECRETO DE LOS GIRASOLES‼️
En un pueblo olvidado por el tiempo, rodeado de campos de girasoles que parecían infinitos, vivía Camila, una mujer que nunca salía de su pequeña casa. Su cabello, que alguna vez había sido tan dorado como las flores que la rodeaban, ahora estaba oculto bajo un pañuelo gris, y su piel, antes luminosa, se había vuelto pálida y frágil. Todos en el pueblo la conocían como “La Maldición de los Girasoles”, porque decían que cualquier persona que se acercara a su casa era alcanzada por desgracias. Pero nadie sabía por qué vivía tan sola, ni por qué nunca miraba a nadie a los ojos.
Lo que nadie sabía era que Camila estaba muriendo. Su enfermedad no solo la devoraba por dentro, sino que le había arrancado todo lo que amaba: su salud, su dignidad y, lo más doloroso, a su hija, Lía, quien había mu**to años atrás en un accidente que nadie quiso recordar. Desde entonces, Camila vivía consumida por el dolor y la culpa, negándose a que alguien la viera en su miseria.
Un día, Mateo, un joven que trabajaba en los campos, comenzó a notar algo extraño. Mientras cosechaba los girasoles, veía a una niña que jugaba entre las flores, persiguiendo mariposas y riendo como si el mundo fuera suyo. Siempre llevaba un vestido blanco, y su cabello volaba al viento como hilos de oro. Pero cuando intentaba acercarse, la niña desaparecía entre las flores.
Intrigado, Mateo preguntó a los demás campesinos si también la habían visto, pero nadie le creyó. “Eso es cosa de la Bruja de los Girasoles”, dijeron. “No te metas con ella, o terminarás como los demás que intentaron ayudarla.” Pero algo en la risa de la niña lo inquietaba. Era tan pura, tan llena de vida, que no podía entender cómo se relacionaba con una mujer tan oscura como Camila.
Una tarde, mientras la tormenta comenzaba a cubrir el cielo, Mateo vio a la niña una vez más. Esta vez, no la dejó escapar. Corrió tras ella, atravesando el campo de girasoles hasta que la vio desaparecer justo frente a la puerta de la casa de Camila. Se quedó inmóvil, su corazón latiendo con fuerza. Algo le decía que debía entrar, aunque todo en su interior le gritaba que no lo hiciera. Finalmente, reunió valor y golpeó la puerta.
Camila abrió, envuelta en sombras, con los ojos apagados y la voz apenas audible. “¿Qué quieres?”, le dijo, su tono seco como las hojas marchitas. Mateo no supo qué responder. Pero entonces vio, detrás de ella, un pequeño girasol marchito en la mesa, y un dibujo infantil pegado a la pared. Era un dibujo de una niña y una mujer, de la mano, rodeadas de flores.
“Vi a una niña”, dijo al fin. “Estaba jugando en los girasoles. ¿Es… es su hija?”
Camila se quedó helada. Sus manos temblaron y sus ojos se llenaron de lágrimas que había contenido por años. “Lía está muerta”, susurró. Pero Mateo insistió: “La he visto. Estaba sonriendo. Creo que quiere que usted la vea también.”
Esa noche, mientras la tormenta azotaba el pueblo, Camila decidió enfrentar su mayor temor. Salió de su casa por primera vez en años y caminó hacia el campo, guiada por Mateo. Cuando llegaron al corazón del girasolal, Camila sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Frente a ella, bajo la luz de la luna, estaba Lía. La niña sonreía, pero su mirada era profunda, como si supiera más de lo que una niña debería saber.
“Mamá”, dijo Lía, con una voz que parecía venir de todas partes y de ninguna a la vez. “Nunca me fui. Siempre he estado contigo. Pero me duele verte así.”
Camila cayó de rodillas, llorando como nunca antes. “Lo siento, hija. Lo siento tanto. Nunca debí dejarte sola ese día. Nunca debí…”
“Fue un accidente, mamá”, la interrumpió Lía. “No fue tu culpa. Pero tu dolor me retiene aquí. Necesitas dejarme ir.”
Camila sollozaba, aferrándose a la tierra húmeda. “No puedo. No sé cómo vivir sin ti.”
Lía se acercó y la abrazó. Fue un abrazo cálido, como si los años y la muerte no hubieran pasado entre ellas. “Vive por mí, mamá. Cuida los girasoles. Ellos son mi regalo para ti. Siempre que los veas, sabrás que estoy aquí, pero libre.”
Cuando Camila levantó la vista, Lía ya no estaba. Pero los girasoles, que habían comenzado a marchitarse con el tiempo, estaban ahora más vivos que nunca, bañados por una luz que parecía venir del mismo cielo. Mateo ayudó a Camila a levantarse, y juntos regresaron a la casa.
A partir de esa noche, Camila dejó de esconderse. Volvió al pueblo, aunque su enfermedad seguía avanzando. Pero ahora tenía un propósito: cuidar los girasoles, hablar con los niños del pueblo, y recordar a Lía no con lágrimas, sino con amor. Cuando finalmente falleció meses después, los girasoles florecieron como nunca antes, llenando el aire con su fragancia y su luz.
Dicen que si caminas por el campo al amanecer, puedes escuchar la risa de una niña entre las flores. Y que, si cierras los ojos, sentirás un abrazo tan cálido como el sol. Un recordatorio de que el amor nunca muere, aunque la vida a veces intente convencerte de lo contrario.
⚠️ Esta historia es una creación original y/o adaptación de un hecho real y es contenido exclusivo de FB Historias para no dormir…