01/04/2024
Mi primera clase como estudiante de derecho la tuve en 1959 con Carlos Tünnerman. A las doce en punto sonó con toques graves la campana mayor de la catedral de León, frente a la facultad, y entonces nos amotinamos en el aula para coger asiento. Éramos cerca de ciento cincuenta estudiantes primerizos, rapados y de s**o y corbata, hacinados en el calor de in****no en aquel atuendo estrafalario, en espera de la llegada del profesor para la clase de Prolegómenos al Estudio del Derecho.
Esperábamos ver a aparecer a uno de esos abogados vestidos de riguroso casimir como para un entierro, y de corbatas tan anchas como pañuelos, pero el profesor que se presentó ante nosotros era un muchacho aún soltero. Un maestro muy joven, entre un grupo de recién graduados en el que estaban Mariano Fiallos Oyanguren, Oscar Herdocia y Oscar (El Ñato) Terán, todos ellos adversarios de la dictadura.
Con Carlos aprendí que el derecho era algo más trascendental que los litigios en los juzgados y los protocolos de los notarios. Un presupuesto de justicia en la organización de la sociedad, una aspiración a realizarse, y no la consecuencia de lo que estaba escrito en las leyes, que era como los profesores muy viejos enseñaban, todos muy fieles al molde exegético, que favorecía antes que nada la inmovilidad del pensamiento, y de la vida. El mundo como debía ser, y el mundo como ya estaba hecho, inviolable e invariable.
Un pedagogo en todo sentido, maestro también de democracia. Baste mencionar su aporte en la mesa del diálogo en 2018, en busca de detener la represión sangrienta que se abatía contra los jóvenes, fiel al clamor de libertad que se alzaba desde país entero. Si un inmenso pesar se lleva consigo, es no haber visto con sus propios ojos el regreso triunfal de la democracia en Nicaragua.
Más allá de su muerte, sigo siendo su alumno. Su obra pedagógica, me abarca en todos los sentidos. Uno es siempre, en muchos sentidos, la consecuencia de la obra de su maestro. Y yo seguiré sacando enseñanzas de su obra y de su vida.