21/05/2023
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El viernes tiene el mismo sabor a nada que el resto de la semana y el par de días venideros. Casi no hay cambios, no hay planes ni ideas ni revolver el armario en búsqueda de qué ponerse esa noche. Ni telefonearse con una amiga hasta el ascenso de la madrugada, estirando sin prestar atención el cable enrulado mientras da vueltas por la mesita de té, arrastrando las pantuflas. Ni proponerse un maratón de sus películas favoritas o correr rumbo a la heladería, con miedo de que les cierre en la cara, porque el antojo apareció muy tarde y muy fuerte como para dejarlo pasar. Ni simplemente lanzarse al colchón, hombro con hombro, a escuchar algún disco en su cacharro musical (sólo puede fantasear con un equipo más moderno) que altera los añejos círculos de plástico más que reproducirlos y tampoco le echa una mano a sus auriculares genéricos. Pero eso no importaría, porque cada traba de canción sería un pase libre para hablar de nimiedades, cuchicheos sobre famosos y quejas de adolescente promedio.
Distraída, sin querer desliza el filo del cuchillo contra el vidrio plano, cuyo resultado es un chirrido incómodo que la trae de vuelta a tierra. Y aunque todos los escenarios están metidos dentro de una nube fantasiosa, MinHee sí espera por alguien (a pesar de que no esté confirmado). La preocupación es el sentimiento que domina aquella jornada nocturna, mientras corta en pedazos chiquititos el pollo descongelado. Insulso y seco para ella, pero un manjar para quien hace rogar por su presencia.
Se devuelve rapidito, con plato y vaso de agua en una mano, mientras la otra va toqueteando los interruptores a su paso. No hay luces en la casa de los Kim después de las once, ni siquiera dentro de su cuarto. De ver el fulgor amarillo bajo el espacio de la puerta, él la abriría de sopetón para apagarle el foco y dar rienda suelta a su lengua viborosa una última vez, como forma particular de desearle las buenas noches. Sólo la lámpara de mesa es excepción a tal regla, pero se quemó hace dos días, así que tiene que amigarse con la serena iluminación que acompaña el frescor de la ventana, la cual es ojeada por una MinHee a la expectativa. Hay hambre pero no apetito, como de costumbre. Igualmente se mete un trozo en la boca para aminorar la ansiedad entre masticones desganados. Termina escupiéndolo sobre el plato, a paladar descontento y nariz con arrugas. Opta por sacar un lápiz del cajón para repetir el mecanismo, sentándose frente al escritorio con la palma sosteniéndole el cachete.
Hace días que no la ve ni por los techos. No le sorprende si a veces se pone exquisita y no cabe en su agenda, repleta de callejeos y husmeadas a tachos de basura, el pasarse a visitarla. Siempre y cuando la señal de vida le llegue a MinHee. Y sabiendo lo brava que es, con algunas cicatrices repartidas y sus pintas habituales a pelaje alborotado, difícil no imaginarse lo peor.
Una pelea, un perro.
Caída del techo, un atropello.
Veneno, los pinches de las rejas.
Un maullido.
Vuela una pantufla mientras se lanza hacia la trabita de la ventana y el frío, ahora sí, entra sin piedad, pero también una figura monocromática y pequeña, dando botecitos sobre la mesa con el hocico alzado, olfateando su cena.
—Boba, me tenías con el corazón en un puño.
No hace caso a sus lamentos, sólo enrieda la cola al aire mientras el pollo casi triturado le es fácil de digerir. MinHee la inspecciona por encima, apretando los ojos hasta que la vista se le difumina un poco, pero es que está tan oscuro y ella es tan negra.
Se desploma nuevamente en el asiento cuando su chequeo a (medio) ciegas da luz verde, sin heridas nuevas ni preocupaciones a la vista. Con eso, clava el mentón contra la madera donde la bola de pelos está agachada. MinHee hace puchero. Traicionera, piensa.
—Entonces me has abandonado porque sí.
Sus manos colgando tantean el pie del escritorio, mostrando un paquete de cartón secreto que analiza y luego abre. Estruja la pipeta anti-pulgas con temor y remordimiento, como si fuera a clavarle un puñal por la espalda. Nunca se la ha puesto, pero las ronchas rojizas y molestas que aún le pican de la última vez que durmieron juntas no consienten echarse hacia atrás, ni cuando la compró a escondidas con el vuelto de las cervezas de papá ni ahora, acercándose sigilosamente al punto centrado bajo las orejas.
Las facciones de MinHee son un engendro del asco y del suspenso, dejando que el líquido viscoso salga por la boca del producto. Ella, la de cuatro patas, se digna a mirarla segundos después, en medio de una relamida. Desinteresada.
Con michi viva y (próximamente) sin pulgas, el sueño reprimido da plantón y la hace bostezar. Cierra ap***s la ventana, para que su invitada pueda irse cuando quiera. Convenientemente pronto, porque papá no sabe ni puede saber. Se mete bajo sábanas, maldiciendo en susurro cuando siente patitas carbón hundiéndose sobre ella.
— Claro, tú sólo deja que tus bichos salten por mi cama, zaparrastros- ¡ay!
La gata, tan liviana como su mochila, se vuelve de hierro cuando pasea sobre sus costillas, sintiéndole las huellas casi que contra la espalda al transitarle el pecho. Le cierra la boca repleta de protestas con sus ojos amarillentos lanzándole hechizos de amor una vez que se recuesta cerca de su clavícula. No debería, pero la deja. Incluso le palmea el lomo, desdeña no estar en su posición predilecta y le hace con el índice sobre la nariz húmeda. Una morocha empieza a ronronear mientras que la otra cierra los ojos y se duerme tiesa pero bien acompañada.