30/09/2023
30 de Septiembre
🟡🟡🟡 Fiesta Litúrgica de San Jerónimo
Este monje vivió en el siglo V y es Padre y Doctor de la Iglesia. Tradujo, por petición del Papa Dámaso, la Biblia del griego y hebreo al latín, traducción que es comunmente llamada "La Vulgata" que fue la única versión latina de la Biblia aceptada por la Iglesia católica durante siglos
Primeros años
Eusebio Jerónimo nace por el 347 en la fortificada ciudad de Estridón, entre Dalmacia y Panonia, ciudad destruida ya en vida del santo por los godos y estrechamente ligada, según parece, a la cultura latina. Su hermano Pauliniano y su hermana, más jóvenes, abrazan como él la vida monástica. Eusebio, el padre, piadoso cristiano de buena posición, le proporciona esmerada educación. De hecho, hacia el 360-67, joven aún, llegado apenas de Aquileya, cursa en Roma con excelente provecho estudios de gramática y de retórica. Bautizado en Roma por el papa Liberio, nada nos dice, en cambio, de las circunstancias que rodearon el hecho. Probó fortuna luego en Tréveris, la ciudad imperial, dejándose ganar por el ideal monástico oriental y llegando a conocer y copiar las obras de San Hilario. Vuelto con Bonoso a su patria en el 370, formó durante algunos años en torno a Valeriano, obispo de Aquileya, una piña con Rufino, Cromacio y Heliodoro que acabaría en riñas provocadas, entre otras cosas, por su afilada lengua de asceta.
Pasa más tarde a la ciudad de Antioquía, durante cuyo cisma Evagrio se había sumado a la reducida minoría ultranicena, encabezada por Paulino: en este ambiente, y tras la experiencia de Calcis, recibe la ordenación sacerdotal, aunque sin compromisos pastorales, pues Paulino buscaba adeptos y no pastores de una comunidad inexistente.
Junto al papa Dámaso
Hacia el 380, Paulino hubo de trasladarse a Constantinopla para solicitar de Teodosio el reconocimiento de su autoridad episcopal: Jerónimo se hace allí oyente de Gregorio Nacianceno, del que hereda la gran admiración por Orígenes, los secretos de la exégesis alegórica y los valores del mundo griego. Uno de sus buenos propósitos será servir de cabeza de puente entre la teología griega y la latina. Dos autores le atraen al principio: Eusebio de Cesarea, con sus trabajos históricos, y Orígenes con su exégesis: el método Orígenes, en efecto, mediante el doble aspecto de comparación del texto original hebreo o griego con las diversas versiones y de profundización en su sentido místico, dejará en él huella perdurable.
La autoridad de sus protectores orientales y el prestigio de su ciencia y su ascetismo le abrieron en Roma muchas puertas y le ganaron no pocas voluntades. El papa Dámaso lo tomó de secretario en la cancillería eclesiástica, poniéndole al frente de los archivos y encargándole de la correspondencia sinodal entre Oriente y Occidente, así como de traducir al latín las Sagradas Escrituras.
El monje de Belén
En el verano del 386, tras la visita a Palestina y a Egipto, es decir, los respectivos escenarios de la Biblia y del monacato, se instala en Belén, lejos de los ruidos de Jerusalén. Al principio de manera provisional, pero luego, al cabo de tres años, de forma definitiva, en el monasterio allí fundado. […]
La instalación en Belén favorece una intesa actividad literaria: rigurosas traducciones bíblicas, adaptaciones de tesoros exegéticos y, como distracción, alguna que otra novela de hagiografía monástica. […]
Allí Jerónimo enseña, predica a menudo, escribe obras admirables, alterna la vida, la oración y el estudio defendiendo la ortodoxia frente a origenistas (393-404) y pelagianos, que llegarán a incendiar su convento (417): sólo huyendo puede salvar la vida. En Belén, de todos modos, vive una vida más tranquila que la de Roma. Cuando predica, se dirige a monjes y monjas, parte principal de su auditorio. Que predicara en solemnidades, concretamente en el domingo de Pascua, puede significar que el grupo de monjes latinos, por él patrocinado c***o presbítero, tenía su culto propio.
Director espiritual del mundo cristiano
El año 393 rompe su silencio epistolar para emprender la que será, en este terreno, la etapa más fecunda. El círculo de corresponsales se dilata; su correspondencia se hace universal; sus cartas ganan los confines de Occidente. Jerónimo será el director espiritual que a todos atiende. El abanico de asuntos es grande, pero hay dos que mueven su pluma con desusada prontitud a la hora de responder: el ascetismo y la Biblia. Buen número de cartas, en fin, afrontan las polémicas entonces abiertas, sobre todo el pelagianismo, la contienda joviniana y el origenismo.
Especial mención merecen sus relaciones con San Agustín. Aquella amistad será entrañable. San Agustín va a ser para el anciano Jerónimo el confidente de los momentos difíciles; con él desahoga el de Belén su preocupación por la amenaza pelagiana de los últimos años, y «no deja pasar hora sin mentar su nombre» (Carta 141).
San Jerónimo fallece el 30 de septiembre del 419, dejando inacabado el comentario de Jeremías, último del ciclo de los profetas. Su fama, la del excepcional transmisor de los textos bíblicos y patrísticos a Occidente, sobrevuela con la altura del cóndor los cielos todos del orbe. Sus obras contienen una documentación griega —exegética, histórica y espiritual— de excepcional magnitud. El eco de su voz resuena por Tierra Santa. Sus cartas navegan hacia Roma, donde dejara tantos amigos, pero al propio tiempo, llenas de luz y calor, llegan a las Galias y a España y a la amada tierra africana de San Agustín. El polvo enamorado de sus restos reposa hoy en la basílica romana de Santa María la Mayor.
Era tan grande su fama ya en vida que los escritos alcanzaban celérica difusión. Él, que había copiado de joven tantos libros para formarse una biblioteca, obtuvo de la generosa Paula un equipo de copistas y se las ingenió como pudo para organizar una tupida red difusora mediante el valimiento de sus amigos romanos y de sus corresponsales. Después de San Agustín es, sin duda, el más fecundo escritor de Occidente.
San Jerónimo es el más grande apóstol del ascetismo antiguo y uno de los hombres más cultos de su época, epistológrafo más que homileta, escriturista más que teólogo, propagandista incansable de la vida religiosa. Su ardiente amor a Cristo le inspiró consagrarse a la divina palabra. Y su capacidad humanística, de corte clásico, alcanzó tal perfección que habría superado a Lactancio en originalidad y potencia expresiva. Gracias a él, la Iglesia latina pudo enriquecerse de los Padres griegos y leer el texto genuino de las Escrituras Sagradas. Él precisamente es uno de los cuatro grandes Padres y doctores latinos.
Suele afirmarse que se sabía la Biblia de memoria. No extrañe, en cualquier caso, reparando en el dintel de esta lapidaria frase de Jerónimo: «Si, como dice el apóstol Pablo, Cristo es el poder de Dios y la sabiduría de Dios, y el que no conoce las Escrituras no conoce el poder de Dios ni su sabiduría, de ahí se sigue que ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo» (Prólogo al Comentario sobre el profeta Isaías, 1).