21/04/2024
| |✍️Cuentos para lectores extraviados en las redes.
RELATO ERÓTICO
Título: Toco madera
Autor: Germán Carvajal
Papá no quiere que yo juegue ahí abajo, en el taller donde hace gente. Así nos decía de pequeños a mi hermano y a mí. Papá es ebanista y también tallador de madera. Papá parece papa. Papá hace santos, papá hace apóstoles, papá hace vírgenes ahí abajo; en nuestro sótano, el sótano de nuestra casa. Los hace para las procesiones del pueblo y para el seminario y para el convento y para adornar la iglesia. Sí, papá hace gente ahí abajo, y hasta un tiempo, talló también caballitos y guerreros para mi hermano, y talló, papá, ángeles y virgencitas para mí.
Papá decía… dice todavía, que soy una niña. Y que por eso no puedo jugar allá abajo, pero ya soy una chica. Mi hermano sí puede jugar ahí abajo, él es más pequeño, pero es hombre. Un hombre chico, pero un hombre. Y puede hacer catapultas o caucheras con palos que sobran y puede desbarrigarse sobre la viruta y hacer ángeles agitando pies y manos en el aserrín, como si fuera nieve.
Yo lo miro desde la puerta que lleva al sótano, por una ranura entre el marco y la tapia. Y lo veo a mi hermano orinar sobre los troncos que van a ser santos y saltar sobre ángeles sin alas y vírgenes sin cara. “Un día aprenderá”, se lo ha dicho papá a mamá, “y vendrán a buscarlo porque también sabrá esculpir en madera y detallar los acabados primorosamente”, como él, como papá, que es pulido de talla y detalla. “Virgen santa” digo yo, recordándolo mear los troncos.
El Padre Venancio ha venido a visitar abajo a papá. Le ha advertido que necesita los nuevos apóstoles para la bendición del obispo que vendrá en tres semanas. “Tendré que disponer de más mano de obra, y no tengo”, dice papá. “Veré que puedo hacer”, dice el Padre Venancio.
Hoy han llegado tres seminaristas y dos novicias que el Padre Venancio mandó para ayudar ahí abajo, en el taller. Dos de los tres seminaristas ayudan a desbastar, a lijar, a pulir troncos desnudos; troncos de madera con forma de troncos humanos. El otro, el moreno de ojos grises y piel de niño dios, acaricia unas enormes alas de roble blanco y yo solo puedo ver un ángel autoesculpiéndose. Lo miro todo el día, varios días. ¡En el nombre del padre, del hijo, del espíritu santo!… Padre Venancio: ¿No sería menos mala si orino también los troncos?.
Papá no ha tenido más remedio que pedir a mamá y a mí que nos pongamos o no podrá salir gente de ahí abajo para cuando el obispo llegue. Entro, por fin entro y el taller, que es más grande de lo que recordaba, está lleno de recovecos, cuerpos y armazones: cuerpos rústicos, cuerpos a medio pulir, cuerpos incompletos, cuerpos terminados. Hay polvo en el aire, cuesta un poco respirar, la nariz pica. Papá corta un tronco en la sierra sinfín, mi hermano clava una santa, las novicias lijan un apóstol seco. Mamá aparta un gran ángel caído en el pasillo y me hace un guiño para que pase al rincón de los ángeles. Recorro una hilera de alas, y en medio, el cuerpo de un ángel de ébano… tan preciosamente esculpido, tan vívido que decido hablarle. El ruido de la sierra cortadora me obliga a acercarme a su oído. Imagino que me habla. Y para oírlo, acerco también mi oído a sus labios. Jugamos, sonreímos. Yo le digo que no soy ángel, ni santa, que soy virgen. Sonríe y se hace a pulirme el tronco, a tallarme. Yo también abarco su talle para reconocer su textura. Es tan suave que mis labios no lo creen. Siento un olor a madera joven, madera fina, madera dura. Mi corazón se abre, se recoge, se agita como las hojas del laurel en las brisas de agosto. Sus manos de artesano estrujan mi cuerpo y una savia ardiente me recorre el tronco, quemando mis fibras. Ahora todo está impregnado de un embriagante aroma a cerezo y a pino y a comino crespo. Eso, huele a comino crespo. Hay más polvo en el aire, respiro astillada de placer con la dificultad de un fuelle roto, con urgencia, con miedo. Tiemblo. Y un flash de eternidad me santifica. O sataniza, no me importa. Soy un s**o de aserrín toda por dentro, un s**o que se rompe y se derrama. Suspiro. Lloro. Y entre el sofoco y la humedad bendigo el sótano. Qué gusto celestial siento aquí abajo.
Termino con el ángel justo cuando papá va a ver cómo llevo las alas. “No sirves para esto”, dice. Encarga al seminarista de ojos grises para que siga con mis alas y me manda a estorbar arriba. “Nunca vas a aprender a hacer un ángel” remacha. “Yo tengo fe en que sí”, digo mirando al seminarista, y toco madera.
Más tarde papá sabrá —por el Padre Venancio—, que falta una virgen, pero sobra un ángel.
Fin