La Casa de los Oficios

La Casa de los Oficios Es un mosaico de oficios tradicionales y contemporáneos donde se enseña, se hacen propuestas y eve

LA CASA DE LOS OFICIOS es una empresa colombiana enmarcada dentro de las industrias creativas e innovadoras, que se apoya en diferentes disciplinas como el diseño, oficios tradicionales y contemporáneos. Dedicada al fomento del arte y la cultura mediante la producción, reproducción, promoción, difusión, enseñanza y comercialización de bienes y servicios con un alto contenido cultural, artístico y

pedagógico, que busca a través de la innovación y la calidad, satisfacer las necesidades de las personas, comunidades, instituciones y empresas. LA CASA DE LOS OFICIOS, permite una democratización de la creación a través de un Centro de Ideas, flexible y abierto, que genera procesos mentales, conectando diversas experiencias artísticas y pedagógicas de ciudad. Le apuesta a la construcción del trabajo interdisciplinario, donde los servicios, los proyectos y los productos, son pensados desde distintas miradas.

02/07/2024
24/04/2024

🐒🐸 ¿Sabías que Colombia tiene alrededor de 67.000 especies de fauna, flora, hongos y líquenes registradas? ¡De cada 10 especies que hay en la Tierra, una de ellas está en !

😏 En la reciente actualización de la lista de especies amenazadas en el país —publicada el pasado 6 de febrero por el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible— , la primera en seis años, refleja la urgencia de proteger la biodiversidad del país. De las 2.104 especies ahora reconocidas como en peligro, hay 466 en estado crítico. ¡La responsabilidad de salvaguardar nuestro patrimonio natural es más crucial que nunca!

💚 Investigadores de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la le dan una mirada a cinco especies animales claves, representativas de la vasta fauna que caracteriza a nuestro país, uno de los más biodiversos del mundo.

📌 Esta historia en el 👉 https://bit.ly/bdPAM735

24/04/2024

ENVEJECER NO ES PARA LOS COBARDES: CLINT EASTWOOD/ Próximo a cumplir 94 años, así luce el gran Clint Eastwood. De pie, lúcido, brillante, dirigiendo su última película.
El propio Eastwood lo dice: "No dejo entrar al viejo en que me he convertido, Me mantengo ocupado. Hay que mantenerse activo, vivo, feliz, fuerte, capaz. No dejo entrar al viejo criticón, hostil, envidioso, murmurador, lleno de rabia y de quejas, de falta de valor, que se niega a sí mismo que la vejez puede ser creativa, decidida, llena de luz y proyección".
Envejecer no es para cobardes.
Un genio el gran Clint Eastwood

18/04/2024

Una noche especial cargada de arte y de historias por conocer nos vemos este Jueves 25 de abril a las 7 Pm en el hall del teatro Pablo Tobón Uribe.

19/03/2024
07/03/2024

22/11/2023
20/11/2023
18/11/2023

Cortázar ♥️
(La nostalgia de extrañar)

18/11/2023

La directora de Noticias Uno y columnista de este medio, fue reconocida en los Premios Simón Bolívar con el Gran Premio a la Vida y Obra.

17/11/2023

Verdad

06/11/2023
05/11/2023

Un poco de humor🤣

02/11/2023

"LA CARRETERA", un cuento de Ray Bradbury
(Estados Unidos, 1912-2012)

La lluvia fresca de la tarde había caído sobre el valle, humedeciendo el maíz en los sembrados de las laderas, golpeando suavemente el techo de paja de la choza. La mujer no dejaba de moverse en la lluviosa oscuridad, guardando unas espigas entre las rocas de lava. En esa sombra húmeda, en alguna parte, lloraba un niño.

Hernando esperaba que cesara la lluvia, para volver al campo con su arado de rejas de madera. En el fondo del valle hervía el río, espeso y oscuro. La carretera de hormigón —otro río— yacía inmóvil, brillante, vacía. Ningún auto había pasado en esa última hora. Era, en verdad, algo muy raro. Durante años no había transcurrido una hora sin que un coche se detuviese y alguien le gritara:”¡Eh, usted! ¿Podemos sacarle una foto?” Alguien con una cámara de cajón, y una moneda en la mano. Si Hernando se acercaba lentamente, atravesando el campo sin su sombrero, a veces le decían:

—Oh, será mejor con el sombrero puesto —Y agitaban las manos, cubiertas de cosas de oro que decían la hora, o identificaban a sus dueños, o que no hacían nada sino parpadear a la luz del sol como los ojos de una serpiente. Así que Hernando se volvía a recoger el sombrero.

—¿Pasa algo, Hernando? —le dijo su mujer.

—Sí. El camino. Ha ocurrido algo importante. Bastante importante. No pasa ningún auto.

Hernando se alejó de la cabaña, con movimientos lentos y fáciles. La lluvia le lavaba los zapatos de paja trenzada y gruesas suelas de goma. Recordó otra vez, claramente, el día en que consiguió esos zapatos. La rueda se había metido violentamente en la choza, haciendo saltar cacharros y gallinas. Había venido sola, rodando rápidamente. El coche (de donde venía la rueda) siguió corriendo hasta la curva y se detuvo un instante, con los faros encendidos, antes de lanzarse hacia las aguas. El automóvil aún estaba allí. Se lo podía ver en los días de buen tiempo, cuando el río fluía más lentamente y las aguas barrosas se aclaraban. El coche yacía en el fondo del río con sus metales brillantes, largo, bajo y lujoso. Pero luego el barro subía de nuevo, y ya no se lo podía ver.

Al día siguiente Hernando cortó la rueda y se hizo un par de suelas de goma.

Hernando llegó al borde del camino. Se detuvo y escuchó el leve crepitar de la lluvia sobre la superficie de cemento.

Y entonces, de pronto, como si alguien hubiese dado una señal, llegaron los coches. Cientos de coches, miles de coches; pasaron y pasaron junto a él. Los coches, largos y negros, se dirigían hacia el norte, hacia los Estados Unidos, rugiendo, tomando las curvas a demasiada velocidad. Con un incesante ruido de cornetas y bocinas. Y en las caras de las gentes que se amontonaban en los coches, había algo, algo que hundió a Hernando en un profundo silencio. Dio un paso atrás para que pasaran los coches. Pasaron quinientos, mil, y había algo en todas las caras. Pero pasaban tan rápido que Hernando no podía saber qué era eso.

Al fin la soledad y el silencio volvieron a la carretera. Los coches bajos, largos y rápidos, se habían ido. Hernando oyó a lo lejos el sonido de la última bocina.

La carretera estaba otra vez desierta.

Había sido como un cortejo fúnebre. Pero un cortejo desencadenado, enloquecido, un cortejo con los pelos de punta, que perseguía a gritos una ceremonia que se alejaba hacia el norte. ¿Por qué? Hernando sacudió la cabeza y se frotó suavemente las manos contra los costados del cuerpo.

Y ahora, completamente solo, apareció el último coche. Era verdaderamente algo último. Desde la montaña, camino abajo, bajo la fría llovizna, lanzando grandes nubes de v***r, venía un viejo Ford, con toda la rapidez de que era capaz. Hernando creyó que el coche iba a deshacerse en cualquier momento. Cuando vio a Hernando, el viejo Ford se detuvo, cubierto de barro y óxido. El radiador hervía furiosamente.

—¿Nos da un poco de agua? ¡Por favor, señor!

El conductor era un hombre joven de unos veinte años de edad. Vestía un sweater amarillo, una camisa blanca de cuello abierto y pantalones grises. La lluvia caía sobre el coche sin capota, mojando al joven conductor y a las cinco muchachas apretadas en los asientos. Todas eran muy bonitas. El joven y las muchachas se protegían de la lluvia con periódicos viejos. Pero la lluvia llegaba hasta ellos, empapando los hermosos vestidos, empapando al muchacho. El muchacho tenía los cabellos aplastados por la lluvia. Pero nadie parecía preocuparse. Nadie se quejaba, y era raro. Estas gentes siempre estaban quejándose, de la lluvia, el calor, la hora, el frío, la distancia.

Hernando asintió con un movimiento de cabeza.

—Les traeré agua.

—Oh, rápido, por favor —gritó una de las muchachas, con una voz muy aguda y llena de temor. La muchacha no parecía impaciente, sino asustada.

Hernando, ante tales pedidos, solía caminar aún más lentamente que de costumbre; pero ahora, y por primera vez, echó a correr.

Volvió en seguida con la taza de una rueda llena de agua. La taza era, también, un regalo del camino. Una tarde había aparecido como una moneda que alguien hubiese arrojado a su campo, redonda y reluciente. El coche se alejó sin advertir que había perdido un ojo de plata. Hasta hoy lo habían usado en la casa para lavar y cocinar. Servía muy bien de tazón.

Mientras echaba el agua en el radiador hirviente, Hernando alzó la vista y miró los rostros atormentados.

—Oh, gracias, gracias —dijo una de las jóvenes—. No sabe cómo lo necesitamos.

Hernando sonrió.

—Mucho tránsito a esta hora. Todos en la misma dirección. El norte.

No quiso decir nada que pudiese molestarlos. Pero cuando volvió a mirar, ahí estaban las muchachas, inmóviles bajo la lluvia, llorando. Lloraban con fuerza. Y el joven trataba de hacerlas callar tomándolas por los hombros y sacudiéndolas suavemente, una a una; pero las muchachas, con los periódicos sobre las cabezas, y los labios temblorosos, y los ojos cerrados, y los rostros sin color, siguieron llorando, algunas a gritos, otras más débilmente.

Hernando las miró, con la taza vacía en la mano.

—No quise decir nada malo, señor —se disculpó.

—Está bien —dijo el joven.

—¿Qué pasa, señor?

—¿No ha oído? —replicó el muchacho. Y volviéndose hacia Hernando, y asiendo el volante con una mano, se inclinó hacia él—: Ha empezado.

No era una buena noticia. Las muchachas lloraron aún más fuerte que antes, olvidándose de los periódicos, dejando que la lluvia cayera y se mezclara con las lágrimas.

Hernando se enderezó. Echó el resto del agua en el radiador. Miró el cielo, ennegrecido por la tormenta. Miró el río tumultuoso. Sintió el asfalto bajo los pies.

Se acercó a la portezuela. El joven extendió una mano y le dio un peso.

—No —Hernando se lo devolvió—. Es un placer.

—Gracias, es usted tan bueno —dijo una muchacha sin dejar de sollozar—. Oh, mamá, papá. Oh, quisiera estar en casa. Cómo quisiera estar en casa. Oh, mamá, papá.

Y las otras muchachas se unieron a ella.

—No he oído nada, señor —dijo Hernando tranquilamente.

—¡La guerra! —gritó el hombre como si todos fuesen sordos—. ¡Ha empezado la guerra atómica! ¡El fin del mundo!

—Señor, señor —dijo Hernando.

—Gracias, muchas gracias por su ayuda. Adiós —dijo el joven.

—Adiós —dijeron las muchachas bajo la lluvia, sin mirarlo.

Hernando se quedó allí, inmóvil, mientras el coche se ponía en marcha y se alejaba por el valle con un ruido de hierros viejos. Al fin ese último coche desapareció también, con los periódicos abiertos como alas temblorosas sobre las cabezas de las mujeres.

Hernando no se movió durante un rato. La lluvia helada le resbalaba por las mejillas y a lo largo de los dedos, y le entraba por los pantalones de arpillera. Retuvo el aliento y esperó, con el cuerpo duro y tenso.

Miró la carretera, pero ya nada se movía. Pensó que seguiría así durante mucho, mucho tiempo.

La lluvia dejó de caer. El cielo apareció entre unas nubes. En sólo diez minutos la tormenta se había desvanecido, como un mal aliento. Un aire suave traía hasta Hernando el olor de la selva.

Hernando podía oír el río, que seguía fluyendo, suave y fácilmente. La selva estaba muy verde; todo era nuevo y fresco. Cruzó el campo hasta la casa, y recogió el arado. Con las manos sobre su herramienta, alzó los ojos al cielo en donde empezaba a arder el sol.

—¿Qué ha pasado, Hernando? —le preguntó su mujer, atareada.

—No es nada —replicó Hernando.

Hundió el arado en el surco.

—¡Burrrrrrrro! –le gritó al b***o, y juntos se alejaron bajo el cielo claro, por las tierras de labranza que bañaba el río de aguas profundas.

—¿A qué llamarán “el mundo”? —se preguntó Hernando.

02/11/2023

Bolívar le canta la tabla a Quintero, no lo baja de corrupto, politiquero y oportunista. Lo que todo Medellín le ha dicho durante 4 años. Muy seguramente es lo mismo que piensa Petro
La carrera política de Quintero ha mu**to oficialmente

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